
Por momentos, interrumpiendo nuestros juegos, me quedaba quieto, erguido, inclinado sobre él, poseído por una especie de angustia, de estupefacción, de deslumbramiento frente a su belleza. No, pensaba, ni siquiera Luigi en Roma, o Mohammed en Argel, tenían ni tanta gracia, ni tanta fuerza, y el amor no obtenía de ellos movimientos tan apasionados ni delicados.
Ningún comentario:
Publicar un comentario