18/05/10
Visto en el Blog de Antón Castro.
Por Elsa FERNÁNDEZ-SANTOS
Ted Hughes (Yorkshire, 1930-Devon, 1998) poseía una cualidad animal, una intensidad callada que atraía las miradas. Era un poeta y un hombre de una ferocidad misteriosa y primitiva, que entroncaba con su obsesión por la naturaleza. Todos querían estar cerca de él, pero casi todos se sintieron alguna vez abandonados por él. Un niño que se crió pegado a su hermano mayor, que le enseñó a cazar, pescar y vivir entre animales; un joven que memorizaba palabra por palabra a Shakespeare y un marido fatalmente marcado por la tragedia. Cuando su primera mujer, la poetisa estadounidense Sylvia Plath, se suicidó en 1963, Ted Hughes escribió a su suegra: "No quiero que se me perdone jamás. Si existe la eternidad, estoy condenado a ella". Siete años después, cuando su segunda mujer, Assia Wevill, también se quitó la vida junto a la hija de ambos, Shura, el poeta enmudeció. Años más tarde se sabría que comparó aquel dolor con enormes puertas de hierro que golpeaban sin tregua su pecho.
Siempre pensó que el suicidio de su primera mujer estaba escrito
La tragedia aplastó la figura pública de un poeta gigante y su obstinado silencio no contribuyó a mejorarla. Pero Hughes nunca dejó de hablar, lo hizo a través de lo único que de verdad entendía: la poesía y sus enigmas. Dos nuevos libros del poeta se publican ahora en España: El azor en el páramo, antología editada por Bartleby, y Gaudete, uno de sus textos más singulares que rescata Lumen (editorial que en 2004 publicó su obra póstuma Cartas de cumpleaños). En ambos asoma el genio de alguien que se consideraba un chamán en busca de un hombre y una naturaleza perdidos. "Escribir es igual que cazar", solía decir, "y el poema no deja de ser un animal, una forma de vida ajena".
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